Como cuando un equipo de fútbol va perdiendo 5-0, mete un gol y lo celebra o como cuando te sale una pipa pelada en un paquete de Facundo y te la comes con placer. Así se puede entender la alegría de Tyler Heep, ciudadano estadounidense.
Todos los ejemplos expuestos tienen en común una cosa: son alegrías mínimas con las que, quien más quien menos, todo el mundo convive a diario. Que no aportan nada y que la liberación de endorfinas que genera es mínima.
Tyler Heep compró un billete de lotería de los que compra Homer en el badulaque. Un rasca y gana de esos que nunca tocan y que, en el caso de tocar, las ganancias apenas alcanzan para pagar un billete de metro.
Bien, a Heep le tocó un dólar y pidió que se orquestase toda la parafernalia que se despliega cuando la cuantía obtenida es de, no sé, dos millones de dólares. Tyler Heep lo contó en Facebook y la viralidad de la historia fue inmediata.
Tan viral ha sido la historia, que la NBC se ha interesado por el afortunado. En declaraciones a este medio ha dicho que: “Decidieron tratarme como al ganador de un millón de dólares. Un chico bajó las escaleras y me acompañó a la habitación de atrás, donde estaba la cámara y el cheque de ganador, donde escribieron la cantidad de. Un dólar y me hicieron sostenerlo para hacerme la foto”.
Me gustaría concluir el artículo diciendo que hay que celebrar las pequeñas cosas. Pero estoy tan en contra de ese discurso que simplemente diré que hay que hacer más el imbécil.
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