“Donald Trump tenía un sueño: ser presidente de los Estados Unidos de América. David Bustamante tenía un sueño: dedicarse a la canción latina o ligera. Antonio Esteva tenía un sueño: narrar partidos de futbol en horario de máxima audiencia. Trump, Bustamante y Esteva tenían un sueño y fueron a por él, y convendremos en que el mundo sería ahora un lugar mejor si hubieran abandonado sus pretensiones a tiempo”.
La autoría de las palabras que van entre comillas le pertenece a Enrique Ballester, periodista que proyecta (bien) las enseñanzas del fútbol sobre distintos ámbitos de la vida. Y traigo a colación las palabras de Ballester porque me parece que vienen pintiparadas para empezar una diatriba contra el verdadero gran mal de nuestros tiempos: la cultura de la autoayuda y el esfuérzate y lo conseguirás.
Lo que Ballester está poniendo de manifiesto es que no todas podemos ser Rosalía. Pero esta es solo una de las aristas de las peligrosas consecuencias de esforzarse: esforzarse, no tener el talento, hacerlo mal y conseguir una posición de poder.
El verdadero problema de nuestro gran mal, creo, lo explicita genial Juan Carlos Siurana, profesor de ética en la Universidad de Valencia, en este artículo de Valentina Raffio: “El pensamiento positivo y la idea de autoayuda parten de la peligrosa premisa de que tú eres el único responsable de tu condición y que, en cierta manera, todo lo que te ocurre o te deja de ocurrir es únicamente tu culpa”.
En otras palabras: es una treta que no puede estar mejor armada. Para el sistema no hay nada más cómodo que culpabilizar a la víctima. No hay mucha diferencia entre “no lo has conseguido porque no te has esforzado lo suficiente” y “si iba borracha, sola y con ese escote, se lo tiene merecido”.
El dichoso esfuérzate y lo conseguirás debería evidenciar todas las vergüenzas del sistema. Es una proyección descarada de lo peor de nosotros; como sociedad y como individuos. Entre otras cosas, porque incide en algo que es súper evidente: ya sé que me tengo que esforzar, imbécil.
Nuestra generación (milenial) ha recibido a gritos esa consigna y la conclusión que Erin Griffith obtiene de eso me parece guapísima: “La generación fue educada para esperar que sus buenas calificaciones y amplios logros extracurriculares les conseguirían empleos satisfactorios que alimentaran sus pasiones. En cambio, la mayoría terminó en un empleo precario y poco motivante, además de con una enorme deuda por los préstamos universitarios”.
Era eso: la frustración, las dificultades de lidiar con la derrota y las migajas de tu fracaso para los de siempre. O, en palabras de Raquel Marcos: “El dolor casi nunca lleva a nada. El fracaso tampoco. Son cosas de ricos, de gente que tiene todo solucionado y te monta una charla porque una de sus startups no funcionó.”
Ya lo dijo Aldoux Huxley: “No hay mayor negocio que vender a gente desesperada un producto que asegura eliminar la desesperación”.
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